Racionalidad práctica: Habermas y los demás.

La cuestión para los europeos de fines de los ochenta continúa siendo la realización de la razón en la historia. Según Habermas, la Europa moderna ha conseguido los presupuestos espirtuales y los fundamentos materiales para un mundo en el cual la razón ocupe el puest más relevante. A pesar de ello, el hombre contemporáneo ha perdido su identidad en un marasmo de irracionalidades y, lo que es peor, los paradigmas clásicos para sacarlo de esta situación ya no son válidos. Ante esta situación, Habermas propone una nueva cultura de la comunicación, demasiado vituperada por los criterios radicales de la razón. Sin embargo, Habermas ha sido acusado sistemáticamente de hiperracionalista, es decir, basar su propuesta en una falacia racionalista. Una vez más, se sospecha del defensor ilustrado, se le acusa de racionalismo despótico y, a veces, en el colmo de la exageración se le tilda de preilustrado. Dicho brevemente, se señala la falta de mediaciones con la realidad implicada en la reivindicación o propuesta de una Razón total o más suavemente de una Razón universal. Esta acusación conlleva o soporta dos elementos: uno político y de compromiso, y otro teórico-filosófico no por ello menos comprometido con una realidad a transformar; ambos elementos y órdenes de discusión están íntimamente ligados, pero a efectos analíticos veremos aspectos del segundo:

La situación ideal de diálogo es para Ripalda la piedra angular que sitúa a Habermas en el centro tópico de la Ilustración: "Tras la anticipación por Habermas de una situación sin barreras comunicativas, como estructura fundamental a que debe referirse ya todo diálogo, sus diferencias de clase hasta hablar todos un mismo lenguaje, la misma esperanza en poder preparar así un mundo reconciliado... Quien propugna una racionalidad universal trata de imponer la suya. Aunque Habermas haya llegado a tomar distancias frente a la razón, por de pronto la categoría de universal no solo sigue desempeñando el papel soberano como en la Ilustración, sino que también, como en ella -y era la afirmación que esperábamos finalmente: la falta de mediación de la razón con la realidad-, no consigue realmente entrar en una relación dinámica con sus contenidos."

La crítica como se puede comprobar está hecha con una gran perspicacia e incide directamente en el problema crucial de la realización de la razón, es decir, de la Ilustración. Sin embargo, tal crítica parece ir encaminada más contra los representantes de la primera generación de la Escuela de Frankfurt (Adorno y Horkheimer) que contra el de la segunda, es decir, Habermas. Éste a nuestro entender está instalado en otros paradigmas de reflexión diferentes del frankfurtiano. En Habermas vemos esfuerzos por que sus análisis no caigan ni repitan los mismos errores de la primera generación. Y el primer error a superar es la demanda de esa razón superior o Vernunft, opuesta al mero Verstand que todo lo explica, aunque siempre exhiba la carencia de mediación con las praxis. Habermas aprendió la lección de la Dialéctica Negativa de Adorno: si la teoría quiere ser algo más que mera teoría, tiene que convertirse en "teoría sociológica" -en teoría de la sociedad- y, por ende, someterse a los standars usuales en las ciencias; es decir, si la teoría, el pensamiento dialéctico negativo, no quiere disolverse en mera negatividad, tiene que reconstruir las bases de su propia crítica, y antes que ninguna otra la primera crítica a reconstruir es la marxista. Así, si la apuesta por la razón que lleva a cabo Habermas quiere ser algo más que "razón ilustrada" omnipotente y omniexplicativa, tiene que reconstruir sus bases c´riticas, y reconstruir aquí significa mediar, negociar con la realidad y con la empiria, y, por supuesto, como indicábamos hace un momento, someterse a los standars de las ciencias y técnicas contemporáneas; en pocas palabras, confrontarse en el proceso histórico social.

Con respecto a Marx, vio la falta de fundamentación de las claves críticas marxistas que conducía fácilmente a la confusión entre los planos científicos y éticos o, mejor, al entrecruzamiento ambiguo entre "racionalidad teórica" y "racionalidad práctica". Pero ciertamente podría admitirse un entrecruzamiento de discursos en Habermas donde la razón práctica habermasiana no está muy lejana de la Vernunft total de sus maestros toda vez que ahora emerja bajo la figura de la "estructura fundamental" a que debe referirse todo diálogo libre y que el autor describe como la anticipación de la situación ideal de diálogo. Pero ante esta manera de verlo, habría que matizar una serie de observaciones:

Una opción por la razón práctica no es una elección decisionista por una razón ilustrada porque sí. La reivindicación de la filosofía práctica por parte de Habermas se realiza no solo históricamente, sino, y fundamentalmente, desde un contexto, el nuestro, el de una sociedad libre y desigual, contexto que encuenstra en el cientificismo imperante su mejor rasgo definitorio. El intento habermasiano -otra cosa son los resultados- en su lucha contra el cientificismo muestra que los fines pueden ser racionales -racionalidad de la razón práctica-, y no creo que este análisis pueda calificarse de ilustrado, y menos aún de premarxista. Por último, hay en Habermas, primero, una propuesta ilustrada en cuanto reivindicación de un fracaso, el de la razón moral que la ilustración no ha podido realizar; segundo, una propuesta contrailustrada como crítica del triungo apoteósico de la racionalidad instrumental; y tercero, una propuesta postmarxista en la medida que el marxismo participa de esa Ilustración triunfante. No hay, en cambio, en Habermas un absolutizador de la razón, de la teoría, aunque busque asirse a un fundamento casi trascendental de una única razón en sus dos vertientes vocacionales: la práctica y la teoría, pero éste es otro tema.


Después de pasar revista a las alternativas culturales contemporáneas, incapaces de resolver las contradicciones generadas por el proceso de modernización, esto es, imposibilidad de superar las contradicciones generadas en la relación de la racionalidad teórica y la práctica, Habermas demanda, en cierto modo, una razón (no sé si total) que organice lo práctico desde un pensamiento crítico. Debiendo eludir, claro, la cerrazón dogmática que significa un proyecto de racionalización instrumental-total, efecto habitual de todos los cientificismos, tan naturales como ideológicos. Habermas es explícito: "Los neoconservadores no llegan a ver que existe una conexión entre los procesos de modernización, que tan calurosamente acogen, y la crisis de motivación de la que tan católicamente se lamentan. El examen desde dentro del desarrollo cultural de motivos para dudar y desesperar del proyecto de la modernidad". La desesperación habermasiana busca una mediación que conecto los autónomos proyectos de la modernidad con la praxis comunicativa de la vida social cotidiana. El problema es evidente: desproporcionalidad entre el proyecto y la realización. Habermas acepta que lo característico del proyecto ilustrado es la desarticulación en tres momentos de esta razón sustancial "lo que hace que en la época moderna exista una separación tajante entre las esferas valorativas de la ciencia, la moral y el arte... A partir de este momento, cada uno de estos sitemas culturales de acción procedieron a institucionalizar teorías acerca de la moral y el derecho, la produccón de arte y su crítica, etc. Pero, en esta institucionalización reside la aporía de la modernidad; esas grandiosas unilateralizaciones que constituyen el sello de la modernidad no necesitan de fundamentación ni de justificación, más bien generan problemas de mediación; la distancia que se produce entre la cultura de los expertos y la praxis contidiana exige ya en la Ilustración la demanda de ser suprimida. El de Habermas es el intento de seguir ese proyecto ilustrado, superando sus errores y sus contradicciones. Concediendo que en buena medida nos seguimos moviendo en el marco abierto por Kant -crítica de la tradición, fundamentación de la ciencia, la moral y el arte-, se diría que Habermas busca las mediaciones que hagan posible esos monumentales proyectos, a la vez que se intenta dar al traste con el hechizo de Kant como el mago de un falso paradigma de cuya coacción intelectual hemos de liberarnos. Podríamos seguir manteniendo que las contradicciones generadas por la modernidad sólo serían resolubles para Habermas desde una supuesta "racionalidad sustantiva", unificadora de aporías, o, incluso más, desde la imposición de una racionalidad sustantiva que bien podría llamarse "racionalidad comunicativa". Sin embargo, esa racionalidad quiere ser mediada y mediadora, y nunca una instancia o estructura que reparte bendiciones y anatemas a su gusto y mejor o peor parecer. En todo caso, un dato queda claro: se trata de reganar o recuperar un ámbito de la modernidad, la razón moral, para la reflexión racional. La situación ideal de diálogo -la racionalidad comunicativa- puede ser la clave de bóveda del edificio habermasiano para una recuperación de la racionalidad de lo moral, que señala la distancia entre la primera generación de la Escuela de Frankfurt y la mediación que éste pretende construir entre teoría y praxis.


El contenido normativo de la modernidad es lo que intenta descubrir y reescribir Habermas como único camino para dar cuenta de nuestra propia situación. Ello exige un nuevo contexto de análisis, que Habermas ha desarrollado a lo largo de toda su obra, y que se podría resumir como un nuevo intento por reconstruir el sujeto de la modernidad, transformándole en un sujeto dialógico. La realización de la modernidad demanda como principio decisivo la comunicación entre sujetos libres, como lugar clave de la formación de la identidad, que sólo el paradigma comunicativo pone en marcha.

La alternativa se muestra otra vez claramente: o mantenemos firme la intención ilustrada, o damos por perdida la modernidad y su proyecto. La aporética de la modernidad nos sigue atrapando, merced a esa apuesta por la razón, que es la apuesta de la filosofía en todas las épocas. Una razón que ya no puede venir definida por la filosofía de la conciencia, sino por una filosofía de la intersubjetividad y de la comunicación. Solo desde el paradisma comunicativo, será posible dar una nueva y mejor explicación de las contradicciones y patologías de la modernidad. La teoría de la modernidad habermasiana se constituye en la toería de la acción comunicativa como representante directo del interés emancipatorio, es decir, todavía hoy es posible proseguir los espacios de emancipación que dejó abiertos la Ilustración, frente a los intentos postmodernos de entrada en una nueva época. La crítica radical de la razón paga un alto precio por su despedida de la modernidad: no puede dar cuenta de su propia posición. Genealogía, deconstrucción, arqueología y dialéctica negativa se sustraen de forma parecida a las categorías que dan razón de nuestra situación, según las cuales el saber moderno se ha diferenciado y especificado, y esto es algo que ha sucedido no de modo casual, siendo la base de nuestro entendidmiento de los textos. En la teoría de la acción comunicativa se desarollla una teoría de la modernida en conceptos teorético-comunicativos, que intentar explicar el desacoplamiento entre sistema social y mundo de la vida, casi patológico en nuestras sociedades, debido entre otras causas, a la presión ejercida por los sistemas operativos, autónomos y organizados en los ámbitos estructurales de vida. Se entenderá ahora mejor que una teoría adecuada de la modernidad requiera un nuevo marco de tratamiento de la racionalidad instrumental, como, en último término, quedó reducida en los análisis de Weber, Horkheimer y Adorno. Un marco donde la sociedad pueda ser tratada en su doble aspecto de mundo de la vida y de sistema, gracias al análisis de la acción comunicativa y teoría de la evolución social.


La tradición filosófica a la que se enfrenta Habermas tiene un denominador común, a saber: el cuestionamiento de la modernidad: está el escepticismo filosófico-moral y el humanismo revolucionario, ambos hijos de la Ilustración paradójicamente.

La obra de habermas se vertebra en torno a la herencia de la filosofía hegeliana:

a) de la derecha hegeliana al neoconservadurismo

b) de la izquierda hegeliana (marxista) a la llamada filosofía de la praxis

c) de Nietzsche a los postestructuralistas franceses pasando por Heidegger


Frente a irracionalismos postmodernos, neoconservadurismos premodernos y funcionalismos práxicos, la tarea consiste en la construcción de una nueva identidad europea a través de la reflexión de la herencia del racionalismo occidental, es decir, de la filosofía de la razón europea.


Hegel


Según Habermas, con Hegel comienza el discurso filosófico de la modernidad; ha sido el primer pensador que ha desarrollado una filosofía de la modernidad. Comprende la modernidad como un problema de autocercioramiento filosófico, y ciertamente como un problema fundamental de su filosofía puede ser percibido. Hegel descubre como principio de la nueva época, de la edad de la razón, la subjetividad como universal concreto, o mejor, como totalidad concreta que comienza su singladura en la historia, después de reconocida la fragmentación de la unidad de la conciencia del hombre.

En la modernidad se manifiestan ciencia, moral y arte, así como muchas otras esferas de la vida, como representaciones del principio de subjetividad. También las objetivaciones de la sociedad burguesa -instituciones, fundamentos del derecho, etc.- pueden ser concebidos como expresión del espíritu subjetivo. El derecho de la libertad subjetiva constituye el punto central y de transacción (crítico) de la diferencia entre antigüedad y época moderna.

Por ese camino, que ha rastreado Hegel, sobre todo a partir de Kanta, aparece un criterio distintivo de la modernidad y una señal histórica que la define con respecto a otras épocas. Pero no sólo aparece el principio de la subjetividad, sino que Hegel tuvo el mérito de haber buscado un principio de inteligibilidad de las diferentes etapas históricas. La filosofía misma, como puro pensamiento, es la suprema flor de una cultura, es la consciencia de la cultura de su tiempo, es decir, autoconciencia de la época. Hegel, desde esta posición, ha desentrañado como muy pocos el sentido de la historicidad de la filosofía, la importancia que el pasado filósofico tiene para todo pensar actual en tanto que les es constitutivo.

La consecuencia más inmediata de esa concepción hegeliana es la asunción del tiempo histórico como un tema filosófico. Con lo cual, Hegel puede acercarnos a la esencia de la modernidad como concepto, reconociendo como signo distintivo de la misma su carácter contradictorio y rupturista. En definitiva, con Hegel, y con él toda la filosofía romántica, adquiere carta de naturaleza al atreverse a pensar sin certezas recibidas de la tradición o de cualquier otro sitio. El sapera aude ilustrado comienza un nuevo camino. Hegel, por su parte, pretende, a través de la dialéctica, poner los límites a la filosofía del entendimiento, es decir, hacer de la razón el instrumento clave del conocimiento; pero ni siquiera esta razón reconciliada hegeliana pudo impedir que la Ilustración, definidora de lo moderno, permaneciese dialéctica, Ilustración insatisfecha, pues cada progreso lleva consigo la experiencia de la negatividad.

Desde Hegel hasta hoy aparece una serie de programas de salvación que han pretendido resolver la dialéctica de la Ilustración sin conseguirlo. Todos ellos han tenido un denominador común: Nietzsche


Nietzsche


El suelo de la filosofía de la identidad se hunde. Quiere hacer saltar por primera vez el racionalismo occidental. El antihumanismo nietzscheano es el auténtico desafío para el discurso de la modernidad. Nietzsche se presenta como la plataforma de entrada en la postmodernidad, el gozne que conduce a todos los desarrollos negadores de la razón.

Para Habermas, Nietzsche renuncia con su crítica de la modernidad a los posibles contenidos emancipatorios de la misma; al renunciar a una revisión renovada del concepto de razón, está optando por la despedida de la dialéctica de la Ilustración. Contra el dominio de la razón moderna como voluntad de poder, Nietzsche propugna la vuelta a un tiempo arcaico, la total subversión de todos los valores, el rechazo de la modernidad a través de la otra razón. El arte será para Nietzsche, finalmente, el camino de realización más importante para una época.

Nietzsche propone una nivelación ostentosa de las distintas épocas, de tal modo que la modernidad pierde su excelente posición para el análisis, convirtiéndose sólo en una última época en la incomprendida historia de una racionalización, que se impone con la disolución de la vida arcaica y la destrucción del mito. En palabras de Nietzsche "cada humanidad vive encerrada en la campana de su época, aislada de las demás". Frente a esta metáfora los ilustrados podrían decir que desde finales del s. XIX, la humanidad vive encerrada en una campana, sí, pero de cristal (la Ilustración), y ve las demás.

El precio a pagar por los nietzscheanos es evidente. Una vez más, ese discurso no da cuenta de su propio lugar, de su posición. El discurso crítico radical de la razón no se fundamenta a sí mismo, dando lugar a una simbiosis extraña o amalgama de elementos incompatibles, opuestos a cualquier tipo de análisis normal. Es un discurso sin referente, puesto que es imposible definirlo por un sistema de referencia científica o filosófica; más bien son obras de literatura.

En resumen, la crítica radical de la modernidad eleva una serie de objeciones a la razón moderna, pero todas ellas coinciden en resaltar el agotamiento de la filosofía del sujeto. El rechado de la modernidad acarrear más conflictos de los que soluciona. En este proceso de crítica al sujeto de la modernidad, Heidegger desempeña un papel principal.


Heidegger


Sirvió el alemán para entronizar el existencialismo y paradógicamente ahora para destronarlo a través del postestructuralismo. El influjo de Heidegger en la filosofía de la deconstrucción de Derrida, en la tematización de la postmodernidad Lyortad o en el pensamiento débil de Vattimo son notables.

Heidegger cuestiona como Nietzsche, aunque por caminos distintos, el concepto filosófico de fundación; la historia de la metafísica occidental coincide con esa exigencia de fundamentación absoluta del ente en la subjetividad, que no hace otra cosa más que ejercer la voluntad de dominio sobre el propio ente.


La historia de la metafísica es, según Heidegger, la historia del olvido del ser, porque queda reducido a mero objeto, merced a un pensar lógico o técnico, objetivista o representativo. Desde aquí, se entiende la crítica del alemán a la modernidad; a causa del cogito moderno, la subjetividad absoluta se ha hecho absoluta conviertiéndose en objetividad absoluta; la llamada libertadl del yo, como alguien ha dicho, se ha vuelto esclavitud técnica. La experiencia nihilista es irreversible: el sujeto del saber clásico ha desaparecido con la muerte de Dios que hace ya tiempo predicara Nietzsche. El nihilismo como acontecimiento histórico ha mostrado la imposibilidad de un sujeto unificador de diferencias, que pudiese operar desde los principios de fundamento y orden. El mundo moderno parece haber hecho imposible la idea de fundamentación. Así, ¿cuál es el lugar de la ética, del deber-ser, en el pensador del ser? Se concluye que no hay lugar para el deber-ser. La fundamentación de la moral es imposible. Si la filosofía se hace consciente de su endeblez como filosofía primera y renuncia a su idea de autofundamentación, entonces sólo quedan dos opciones: por un lado, el camino de la crítica, o remitirse, como hace Heidegger, a pensar en el trasfondo previo, y mítico se podría decir, no ético en sí mismo, en que se instala el deber ser.


Acabado el compendio histórico, si a día de hoy la filosofía pretende continuar siendo crítica, es decir, ilustrada, deberá comenzar con la crítica al ideal hegeliano de la razón que niega cualquier aporía y que se reconcilia, en fin, con cualquier contradicción. En ese sentido, permanecemos siento todavía contemporáneos de los jóvenes hegelianos. Hemos de recuperar el contenido normativo de la modernidad y rechazar aquella idea totalizante y omnicomprensiva que Hegel manejaba. Se trata de reinvindicar los postulados racionales de la Ilustración, despreciando aquella filosofía de la historia que hacía del hombre antes un escenario de una cadena de conflictos que el realizador de un drama o el autor de una historia.

Una crítica que no quiera caer en una forma de razón totalizante, tendrá que empezar su crítica al sujeto de modernidad participando de aquel rechazo ontológico del sujeto tradicional pleno, del cogito de la filosofía occidental, que han expresado la deconstrucción, el momento postmoderno, y, en general, todos los críticos radicales de la razón. Sin embargo si esta crítica no quiere disolverse en otro medio que no le corresponde, es decir, si quiere ser teoría crítica racional, deberá llevarse a cabo en el sujeto donador del sentido. Unicamente desde aquí se entenderá que la crítica psicológica del sujeto, y aun aquella de la razón isntrumental que opera en términos de logica de la identidad, permanezcan siendo válidas para una Ilustración más radical. O sea, para que la ilustraciónn hoy vuelva a significar que el pueblo pueda dirigirse por sí mismo.

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Parece que hay coincidencia entre los críticos radicales de la razón y los defensores contemporáneos de ciertos proyectos modernos. El punto en común de ambas tendencias podría cifrarse en el rechazo o, mejor, agotamiento de la filosofía del sujeto moderno, su crítica de la filosofía de la historia, y la consecuente despedida de los grandes metarrelatos.

Debemos ver ahora si es posible escribir algún día esa dialéctica, de momento imposible, entre modernidad y postmodernidad. La dificultad fundamental reside en que, por un lado, los defensores contemporáneos del proyecto moderno niegan la gran ruptura postmoderna, que no puede resolver las continuas paradojas autorreferenciales de fundamentación; por un lado, desde la herencia de Nietzsche y Heidegger, los defensores de una época postmoderna pretenden hacer saltar el racionalismo occidental postulando un reinado del después que, al romper con cualquier tipo de logos histórico, niega la plausibilidad de la dialéctica moderno-postmoderno.


Por postmodernidad podemos entender el fin definitivo de un proyecto histórico: el proyecto de la modernidad. Hace referencia, así, a un nuevo escenario, como una valoración de lo moderno y no una revolución contra él. El proyecto de la modernidad ha fracasado y con él las grandes filosofías que lo sustentaron, desde Hegel a Marx.

Si bien el punto de encuentro entre modernidad y postmodernidad podríamos encontrarlo en el intento de hacer saltar el continuum de la historia, propuestas como la de Benjamin (Adorno o incluso el propio Habermas) rompen con una concepción de la historia que ha hecho del progreso su dios. Mas ello no implica una despedida de la misma. Sea como fuere, hay que tener en cuenta en relación a las teorías postmodernas que al orientarse a un futuro indeterminado podrían caer en el peligro de glorificar la realidad de la actualidad.


En el caso de Benjamin, su tiempo-ahora es interrupción del continuum homogéneo y vacío que caracterizó a las filosofías de la historia de la modernidad, y como interrupción crea la posibilidad de un distanciamiento, de poder criticar la historia; en definitiva, permitirá pensar el pasado como experiencia, cita secreta entre el pasado y el presenta, y no como una historia de un continuum evolutivo que camina hacia el futuro. Una experiencia que no significa conocer el pasado históricamente como verdaderamente ha sido, sino adueñándose de un recuerdo tal como éste relampague en un instante de peligro.

No queda otra alternativa que enfrentarse a un pasado peligroso, pero no valen salidas escépticas, hiperrevolucionarias o revolucionalismos neoconservadores, sobre todo si son leídas al margen de la modernidad, porque todas ellas proceden del proyecto ilustrado. Tampoco desde este punto de vista se entiende muy bien qué puede significar la gran ruptura postmoderna, a no ser al precio del suicidio ideológico, o de un esteticismo político exagerado.

Veamos entonces alguna propuesta ético-política determinada de la llamada postmodernidad.


Vattimo


Los postmodernos de hoy repiten el credo de los postracionalistas de ayer: el pesimismo por bandera. La figura clásica del pensamiento de esta sospecha pesimista frente a las teorías de la sospecha es bien conocida: hay una voluntad de poder encubierta en los ideales universales de la modernidad que, en cuanto la teoría pretende hacerse práctica, se manifiestan los intereses de sus defensores por el poder.

La propuesta de Vattimo es la ascesis schopenhauriana como negación del mundo y de la vida. El pensamiento débil de Vattimo no pierde todo criterio de juicio. El escepticismo absoluto es imposible. Su oferta es la nada, la negación abstracta del mundo, trascendiendo los condicionamientos espacio-temporales: Hay un criterio de opción, pero ya no es el mundo real. No es necesario convertir el pesimismo de Schopenhauer en apologética del capitalismo, como hizo Lukács en su momento, para constatar que el desconocimiento de las condiciones histórico-sociales del sufrimiento implica hacer de éste algo irremediable y natural. De este modo, todo esfuerzo histórico por superar el sufrimiento queda reducido a la inutilidad.


Desde Kant y su crítica de la razón dialéctica, es sabido que el sujeto igual a sí mismo de la razón ya no es el lugar arquimédico de la verdad. Cualquier estudiante de filosofía es consciente de que la luz de la razón no es capaz de ilusminar plenamente su origen. También es famosa, ya antes de Nietzsche, la afirmación de que poder y razón están en conexión, más allá de la mera metáfora. Todo lo cual ha llevado a considerar la razón como un acto de voluntad, una decisión más o menos irracional en favor de la misma.

Sin embargo, y esta es la apuesta ilustrada contemporánea, queda en tinieblas todo aquello que conduce a los hombres a una tal oscura decisión. Parece obvio que el proyecto emancipatorio de la Ilustración, sobre todo en lo que se refiere a la idea de progreso moral, ha fracasado. Pero de ello no se deduce que sea el final de la Ilustración. Quizá sea imposible una completa desdogmatización o, por el contrario, quizá no se ha completado de forma suficientemente radical la ruptura con la metafísica platónica y su inclusión cristiana de lo finito y lo infinito. En cualquier caso, la Ilustración continuará reforzada, pues no parece que se pueda renunciar a la capacidad de crítica, de juicio de la propia Ilustración; ni siquiera Vattimo está dispuesto a dejarse arrebatar un criterio de juicio, que a la postre le permite seguir perorando, el que no es no.

Parafraseando a Adorno, la crítica es, como la razón que la soporta, la cicatriz endurecida de un problema irresuelto, imposible de disimular con la postulación vacía de un desvanecimiento continuo del mundo. La irracional voluntad de vivir trocada en voluntad de potencia, sustancia metafísica del acontecer universal, no puede hacerse cargo de la desmoralización persistente del proceso histórico. No vale la negación del mundo que se escude en el grito de sálvese quien pueda. Las ascesis schopenhaueriana en clave de ontología débil no es piedad solidaria, sino desdén por toda acción ética considerada como ilusoria y lánguida. Quizá haya un mundo real: pero, si es cierto que éste existe, es precisamente el que no es, el que tiene su verdadera esencia en el desvanecerse.


Parece que el ejercicio de la escritura sea un sano antídoto de postmodernos y neoconservadores contra todo intento utópico de redención social, a la par que hace literariamente soportable la resignación de los nerviosos europeos de finales del s. XX. Puede que el deseo humano no pueda ser colmado absolutamente; por ejemplo, la voluntad de autoaniquilación en clave ascética es más un desiderata que la realidad del bon vivant practicada por el pesimista Schopenhauer. Incluso puede esgrimirse que este autor fuera el primer mago de la experiencia del absurdo, de un querer que nada quiere, salvo a sí mismo. Pero hacer de todo eso una opción ética hoy significa no sólo no haver entendido el proceso de secularización y modernización de occidente, sino, sobre todo, no haber entendido que después de Auschwitz el mal, como dijo Arendt, puede ser extremo, pero nunca radical, no tiene ninguna profundidad, tampoco nada demoníaco.


La concepción irremediable, natural y, en definitiva, absolutizada del mal acaba convirtiéndose en la negación más abstracta del mismo. Este tipo de negación no sólo no es criterio de juicio, sino que puede desembozar en apología del mal. Desde esta perspectiva, el caso de los historiadores neoconservadores alemanes es paradigmático a la hora de interpretar el pasado nazi. Los historiadores neoconservadores llegan a una absolutización del mal a través, paradógicamente, de una extrema relativización del mismo. No hay épocas mejores ni peores. La historia se agota en su propia narración. Cualquier intento de explicación teórica, o la simple reflexión hermenéutica sobre los métodos históricos, ceden ante la literal expresión narrativa de cualquier acontecimiento histórico. Frente a esta tendencia histórica de carácter apologético se han levantado voces que, siguiendo a Benjamin y toda la tradición crítica ilustrada, pretenden recuperar el contenido subversivo de la memoria, para que la palpitante actualidad no ensombrezca el recuerdo del pasado, sino para que se despoje de su máscara y comience su andadura por lo pretérito de modo crítico, es decir, subversivo.

Se trata, en fin, de determinar la singularidad de ciertos crímenes.

Hay que recalcar que la cuestión alemana nos concierne a todos, entre otras razones porque en un período de la historia se dio un fenómeno -Auschwitz- que rompió para siempre cualquier posible base de confianza ingenua en el género humano. La singularidad del hecho no reside tanto en la especificidad de las formas de asesinato practicadas por ese criminal régimen, sino por el apoyo recibido directa o indirectamente, por grandes masas de población, por no decir todo un pueblo.


Todo hombre, si quiere ser llamado tal, ha de intentar, también después de Auschwitz, practicar la comprensión del otro, aun cuando en ello se juegue su propia identidad, es decir, el no reconocimiento por parte de ese otro. Hay individuos que están dispuestos a correr ese riesgo, y por ello deben ser considerados modelos morales. Ese riego constituye hoy el primer paso para construir una mínima confianza para el diálogo entre hombres de diversas culturas e historias.


ILUSTRACIÓN PESIMISTA Y DEBATE DE HISTORIADORES


La interpretación de la historia, elemento decisivo de cualquier proceso de discusión teórico-político, todavía es un factor determinante de la política.


Hay tres líneas fundamentales de investigación que podrían escudriñarse para justificar el pesimismo europeo. En primer lugar, se debe analizar hasta qué punto el revisionismo histórico de la derecha alemana constituye no sólo un elemento decisivo en una nueva autointerpretación de un Estado surgido de la IIGM, sino una ruptura decisiva en la cultura política de los 80s en la RFA. En segundo lugar, podría vincularse el objetivo último de este revisionismo histórico, que no es otro que resucitar un pratriotismo alemán, eliminando cualquier sombra de nazismo, al surgimiento de un nuevo nacionalismo, producto del famoso modelo económico alemán de postguerra. Y, finalmente, es posible diseñar, en función de los resultados de los análisis anteriores, las dos principales propuestas de unificación de ambos estados alemanes que, a su vez, corresponderán a las dos interpretaciones del concepto de nación que tienen unos y otros.

Veamos el primer punto como paso previo para justificar una nueva argumentación en favor de un humanismo democrático para Europa.


Revisionismo histórico


A diferencia de Norteámerica y Francia, el surgimiento del Estado moderno en Alemania no fue un instrumento de la Ilustración de la Revolución, sino que siempre fue visto como la encarnación mistificada de la Contrailustración y la Contrarrevolución. La República Democrática nunca fue la manifestación de un acto de liberación, sino un tributo a las derrotas. En palabras de Habermas: En estos decenios se ha formulado una conciencia de una claridad meridiana de que nuestra república, a los cuarenta años de su existencia, sigue teniendo los pies de barro y de que hay que defenderla frente a quienes no se avergüenzan de decir que hay excesiva democracia."


La cuestión alemana sólo puede resolverse en la cuestión democrática.


La derecha alemana, especialmente cuando accede al gobierno con los liberales, ha limitado ese debate a los estrechos márgenes de una posible consciencia histórica de los alemanes como donadora de sentido de todos los problemas alemanes. Así, para ellos, la historia depende de quien la interpreta: "La historia permite indicar la identidad. Si nosotros no conseguimos ponernos de acuerdo sobre un plan de enseñanza elemental de la cultura, que siga creando continuidad y consenso en el país, y que reencuentre la medida y el centro del patriotismo, entonces la RFA podría haber sobrepasado la mejor parte de su historia". La verdad y los métodos crítico-científicos para alcanzar la verdad histórica importan poco para este historicismo, lo decisivo es el efecto político: "Únicamente quien llene el recuerdo, marque los conceptos e interprete el pasado, ganará el futuro".

Sólo la nación y el patriotismo o, mejor dicho, la historia que llena de sentido a la nación y al patriotismo pueden sustituir a la nación.

La historia, pues, como sustituto de la religión sintetiza con fidelidad el programa de ofensiva ideológica llevado a cabo por el gobierno de Kohl para crear identidad nacional y consenso político. Mas como la historia sólo adquiere su especificidad con el historiador, a éste le compete una tarea política decisiva, e incluso casi militar: debe ocupar el campo de batalla del enemigo y llenarlo de contenidos políticamente orientados. De ahí que sea en el ámbito histórico donde se produce la mayor fractura en la cultura política de la RFA; especialmente las discusiones sobre la historización del período nazi ponen en evidencia que no sólo ha finalizado la etapa del consenso antifascista explícito entre las fuerzas políticas dominantes de la RFA, sino que también ha sido puesto en cuestión lo que hasta finales de los 70s fue considerado un consenso tácito entre las fuerzas de la derecha y de la izquierda, a saber, sólo a partir de la apropiación crítica del pasado, se podría crear una consciencia nacional y democrática. Auschwitz jamás podría ser justificado.

Sin embargo, en la última década, ha proliferado un tipo de historiador conservador-académico dispuesto a legitimar horribles tradiciones, a la par que ofrece directrices ideológicas. Pero, esta mentalidad desactivadora del recuerdo peligroso tiene los mismos problemas que aquellos que buscan un vertedero para los residuos nucleares, a saber, no encuentran un cementerio seguro donde enterrarlos.

La Escuela Histórica Alemana ha pasado por distintos avatares, pero todos ellos se caracterizan por un proceso de adaptación a la línea de autocomprensión oficial de la RFA.

La historiografía conservadora alemana aceptaba la inhumanidad del régimen nazi, y si bien se reconocía esa singularidad, ésta era concebida como una inhumanidad más dentro de una amplia corriente antidemocrática del período de entreguerras de postguerra. La teoría de la dictadura totalitaria sugería que el fascismo en general, pero sobre todo el nazi, no podría ser concebido como un género absolutamente excepcional, sino que era una manifestación entre otras de un fenómeno más amplio y siniestro, llamado totalitarismo del s.XX. Esta línea de interpretación fue inmediatamente aceptada por casi todos los historiadores alemanes que jamás habían abandonado sus cátedras por la llegada de Hitler al poder. Lo que más les interesaba de esta interpretación era el acercamiento entre las formas de gobierno del nazismo y el bolcheviquismo.

Esa vulgar equiparación de la teoría de la dictadura totalitaria, embellecida con alguna declaración antifascista, constituyó la más firma plataforma ideológica para aislar y criminalizar cualquier pretensión izquierdista o, simplemente, de democracia radical en la RFA, a la par que se reforzaba el tradicional anticomunismo, seguido del desprecio por los intelectuales y los judíos, que desde tiempos del imperio ha ejercido una gran fuerza de atracción sobre el espíritu de los alemanes. Éstas élites podrían argumentar que ellas no hacían otra cosa que obedecer los sacrosantos distados del Estado. El historicismo se adaptaba bastante bien a la teoría de la dictadura totalitaria.


Para el historicismo el sujeto determinante del proceso histórico es el Estado, en cuya acción debe el historiador concentrar toda su atención. El poder y su desarrollo en la esencia del Estado, de ahí que éste se defina, sobre todo, en la política exterior y en la guerra. El Estado, pues, jamás puede ser culpable de nada porque sigue su fin existencial, que no es otro que el afán de poder. Pero, además, y esto resulta insuperable para los obedientes seguidores del Estado nazi, el Estado representa la eticidad del pueblo, convirtiéndose en un fin en sí mismo por encima de los individuos. Por este camino, ya no se relativizan los crímenes nazis, sino, algo peor, se banalizan, y se les contextualiza en un ámbito de normalidad al margen de poblaciones, de los intereses sociales y, en general, de las fuerzas políticas que habían sostenido y desarrollado el régimen de Hitler. Y todo ello se hacía, no se olvide, para crear una fuerte identidad nacional.


Existe una segunda razón por la que el historicismo sirve bastante bien para relativizar el nazismo, a saber, uno de sus principios afirma que los acontecimientos históricos y personalidades son únicos y singulares. De ahí se deriva, primero, que no se necesita preguntar por las continuidades en el futuro de etapas anteriores; segundo, se concluye que con la caída de Hitler ha desaparecido definitivamente el problema; y, en tercer lugar, frente al historiador que pretenda un mínimo de explicación, utilizando todos los instrumentales crítico-científicos a su alcance, el historicista afirmará que en el proceso histórico aparecen una multitud de historias aisladas singulares, cuyo sentido no se puede reconocer: De ningún modo científico se podría hablar de dónde y a dónde va la historia.

La primer reacción contra los cambios institucionales y académicos producidos en la RFA como consecuencia de las revueltas del 68, es una reacción contrailussstrada en la que poco importa la historia como Ilustración, es decir, la reflexión hermenéutica sobre los métodos para conocer e interpretar el pasado críticamente. Antes al contrario, se trata más bien de una construcción narrativa de un acontecer histórico, al margen de lo verdaderamente sido, que, dotado de un sentido cortado, según Habermas, al talle del propio colectivo puede suministrar perspectivas de futuro orientadoras de la acción, a la para que puede cubrir la necesidad de afirmación y autoafirmación nacional. Una vez más, el conservadurismo nacionalista cede el puesto de las pretensiones de explicación teórica a la mera, si no falsificadora, exposición narrativa de los acontecimientos.

La historia, así, es incapaz de predecir, entre otras razones porque es una reflexión sobre lo que el hombre ha hecho. Sin embargo, nadie puede renunciar a la importancia que tiene la historia en una mejor comprensión del mundo actual. La historia, pues, no predice, pero quien prescinde de la experiencia histórica está renunciando a todo tipo de previsión, lo cual sería, como renunciar a la vida: Sin previsión, la vida se haría imposible, y toda previsión se basa en una experiencia histórica previa. Por tanto, quien se niegue a explicar coherentemente los procesos históricos no sólo está renunciando a todo tipo de racionalidad, y con ello a lo mejor de las ciencias sociales, sino que se está abandonando a los poderes de una filosofía de la historia de dudosa catadura moral y política, anclada, por supuesto, más en intenciones políticas que en históricas: cuando se habla de la singularidad del nazismo se tiende a diluir la verdadera singularidad del mismo.

Ha resultado efectivo para reprimir determinadas reivindicaciones sociopolíticas de corte progresista, porque al culpabilizar a todo el pueblo se ponía en danza una sospecha general contra cualquier actitud popular que exigiese, de un modo u otro, más democracia. Así, el nazismo era interpretado como el resultado de un superávit de democracia, que había sido introducido en Alemania bajo la presión de la calle y de las fuerzas occidentales, al que era necesario poner límites. Por este camino, el poder estatal fue fortalecido en contra de denterminados derechos ciudadanos.

Esta descabellada tesis que culpabiliza a todo el pueblo alemán del naxismo, incapaz de distinguir entre culpa individual y responsabilidad colectiva, ha logrado calar en amplios sectores de la población alemana, que dirigidos por la propaganda conservadora se defiende de aquella, supuesta, exigencia permanente por parte de los vencedores de una conciencia y confesión de culpabilidad. Justamente aquí, en esta falsa tesis de la culpabilidad colectiva, fundamenta el nuevo nacionalismo su argumentación: el pueblo alemán, como cualquier otro, tiene buenas razones para desarrollar y reconocer su identidad nacional, por tanto ha de ponerse fin a esos continuos reconocimientos y confesiones de culpabilidad.

La ofensiva ideológica por el gobierno de Kohl tiene su objetivo final en la creación de una nueva autoconciencia nacional, que tendría sus mejores puntos de apoyo en los rendimientos económico y tecnológicos del modelo de la RFA, por un lado, y en el olvido del nazismo, por otro.

Callarse comunicativamente sobre el pasado nazi era el primer deber ciudadano de la RFA; ese silencio, pues, y no el recuerdo crítico y antifascista del pasado, debía marcar un cierto estilo y un medio psicopolítico y social para transformar a la población de postguerra en ciudadanos de la RFA. Esta línea abierta constituye e comienzo de una ruptura decisiva en la cultura política de la RFA. El adversario ideológico de la RFA ya no es el nazismo, sino el antifascismo siempre dirigido, según los conservadores, por el comunismo. Ya no se trata de revisar la concepción de la historia, sino de falsificarla. Y este es el punto donde debe situarse el inicio del debate de los historiadores: ya no se trata de la rehabilitación de un componente ideológico del fascismo o del nacionalismo, sino de una valoración total del mismo.


Democratización vs nacionalismo


Desde los 60s en adelante se abre una línea de investigación histórica que se centra en la estructura interna del sistema de dominación nazis, buscando antes que nada aquellos factores políticos y sociales más alejados que posibilitaron la toma del poder por parte de los nacionalsocialistas. Esta corriente de investigación, especialmente desarrollada en los ámbitos de la historia social y de la historia de la vida cotidiana, acentúa no sólo la continuidad de los objetivos bélicos en la historia de Alemania, es decir, la continuidad de objetivos entre la 1ª y la 2ªGM, sino que sitúa al nazismo en continuidad de la evolución económica, social y política de Alemania desde mediados del s.XIX, especificando las fuerzas y clases sociales que favorecieron la extensión del partido nazi, a la vez que indagaba los débiles lazos de Alemania con la tradición parlamentaria y racionalista de la Europa Occidental.

La imagen de la historia alemana de corte nacionalista, que interpretaba el nacionalsocialismo como un hecho aislado, tembló por primera vez en los 60s con estas investigaciones. Efectivamente, esa imagen encarnada por la concepción histórica de la CDU defendió siempre que el ascenso del nazismo era consecuencia de la acción conjunta del humillante Tratado de Versalles y la crisis económica de la época de Weimar. Sin embargo, estas investigaciones de corte social vincularon los objetivos expansionistas de los medios financieros alemanes con los del Gobierto y los del Estado Mayor del Ejército. Por ahí se puedieron comprobar las continuidades entre los objetivos de Guillermo II y de Hitler; es decir, el imperio bismarckiano y su objetivo de eliminar media Europa era el antecedente del nacionalsocialismo. Pocos años más tarde también se pudo comprobar que las capas de dirigentes de Bismarck fueron las que arruinaron la democracia de Weimar y se unieron al partido Nazi; de este modo, la izquiera tuvo ocasión de plantear con seriedad un debate sobre las causas socioeconómicas de la disolución de la República de Weimar y la creación de la coalición conservadora con los nazis.

Este tipo de estudios fueron un corte en la visión de la historia del 3ª Reich. Corte que alcanzó en los 70s un definitivo carácter crítico.

En este clima intelectual, comenzaron a ser importantes las investigaciones sobre el rol del capital en la destrucción de la República de Weimar, el asentamiento de la dictadura fascista y el papel del ejército en la realización de su política. Se prestó especial atención a la realidad del trabajo forzado, a la historia de los campos de concentración y el papel de la industria durante la guerra.

En resumen, se podría decir que durante los 60s y 70s el pensamiento conservador perdió credibilidad, especialmente en la órbita de la historiografía que cedía puestos ante la ciencia social y, sobre todo, frente a la ciencia política que, fuertemente enraizada en las tradiciones intelectuales estadounidenses, era considerada como una ciencia democrática. La historia de corte conservador quedó, finalmente, enfrentada a la sociología. Ésta se presentaba, una vez más, como ciencia emancipadora, constituyéndose en elemento vertebral de una historia de las ideas donde las dimensiones histórico-estructurales y sociales predominaban sobre aquel otro tipo de historia centrada en las acciones aparentemente más importantes de los Estados. La hegemonía ideológica del conservadurismo había sido puesta en cuestión no sólo políticamente, sino científicamente. La derecha tenía que desarrollar nuevas estrategias para defenderse de esa oleada progresista; su reacción no se hizo esperar.

De ahí que, simultáneamente al desarrollo de esas tendencias democráticas, se manifestase una contraofensiva conservadora que, en el orden historiográfico, retrotraía sus intereses históricos a los s. XIX y XX, intentando recrear una conciencia nacional germano-occidental casi inexistente, siempre partiendo de ese orgullo nacional obtenido gracias al famoso milagro económico de postguerra. Se contraataca, pues, intentando crear una infraestructura ideológica y científica que fundamente la política que, posteriormente, lleve a cabo Kohl en el 82.


Globalmente visto, el nacionalsocialismo representó los verdaderos intereses alemanes, e incluso, de Europa. Entonces, como ahora, luchó contra su verdadero enemigo, a saber, el Este. A partir de esa encrucijada, se pierde de vista la atrocidad del crimen nazi, y 1945 no se recordará como la liberación de Alemania sino como la derrota de Europa. Las potencias aliadas con la URSS se situaron en la parte falsa


Unificación alemana y debate de los historiadores


Con la consigna de un nuevo nacionalismo alemán, Kohl abrió un debate decisivo sobre un período de la historia contemporánea, que puede oscurecer o alumbrar el presente no menos que el futuro.

Sin embargo, la historiografía crítica y la cultura ilustrada alemana no sólo han cuestionado aquella cultura del olvido que preconizaban los conservadores, sino que no desea poner punto final a un asunto donde parece definirse el futuro de Europa.


Las revisiones de las posiciones historiográficas en un sentido neoconservador son demasiado peligrosas como para dejarlas pasas. Efectivmanete, en el centro del debate hay un objetivo político determinante, hoy más acentúado que ayer ante la nueva Alemania: la creación de un nuevo nacionalismo. El método es, siguiendo el historicismo clásico alemán, la historia como ciencia directriz ideológica. Tanto el objetivo como el método tienen un fin: primero, crear una imagen histórica que banalice los crímenes del nazismo y los sitúe en un ámbito de normalidad histórica; en segundo luegar, aquellos crímenes que no puedan ser banalizados, hay que legitimarlos poniéndolos al servicio de una buena causa; y tercero, si no se consiguen los objetivos anteriories, hay que oscurecer la parte más criminal del nazismo haciendo caso omiso de las estructuras causales que pudieran explicarlo, y transformar en principios de explicación científica lo que no son más que legitimaciones de actores históricos. Esta ofensiva se sintetiza en 3 puntos:

-No sólo equiparación de bolchevismo y nazismo, sino dependencia de los campos de concentración del Gulag soviético.

-La guerra contra la URSS no puede ser considerada de agresión sino de defensa.

-Relativizar los crímenes nazis en el frente de combate del Este durante la IIGM, acentuando los terrores soviéticos y proponiendo una imagen positiva de los militares alemanes.

La última posición ha sido la más contestado tanto desde el punto de vista científico como político.


Hay que reparar en que con la derecha en el poder, el derrumbamiento del muro, la pronta desaparición de los dos Estados alemanes, gran parte de Europa entregada al modelo económico alemán, la URSS acabada y cierta fiebre nacionalista por las calles, Kohl y su gobierno comienzan a imponer ese silencio callado contra el pasado.

A la izquierda europea le quedan pocas opciones, sobre todo si continúa agarrada a esa falacia que es la Europa de los mercaderes; pero si ha de empezar por algo, será por la búsqueda de un discurso coherente que discuta seriamente qué es Europa. comenzando por cuestionar, primero, aquella tesis neohistoricista que pone la situación geográfica de Alemania (centralidad entre Este y Occidente) como categoría determinante del proceso histórico mundial. Y, en segundo lugar, parece ineludible discutir, a los ojos de cualquier mente crítica, el necesario juicio moral que requiere toda lectura de la historia. Una lectura moral a la que no están dispuestos los historiadores revisionistas alemanes, porque, según ellos, esto sería el principal obstáculo para analizar el nazismo.

El neohistoricismo hace una vez más acto de presencia, y legitima tan científica como desvergonzadamente el pasado bochornoso. Se pretende, en definitiva, un salto por encima de cualquier apreciación moral del fenómeno nazi. Según los apologetas de la historia alemana, el rechazo moralizante del pasado nazi bloquea la libre mirada a la historia milenaria del pueblo alemán anterior a 1933.

La conclusión es clara: si lo que nos impide una identidad nacional es el pasado nazi, entonces relativicémoslo, limpiándolo de su penoso y triste significado.


Heidegger como recurso para los historiadores conservadores.


Heidegger le dice a Marcuse que "todo lo que se decía sobre el exterminio de los judíos vale exactamente igual para los aliados, si en lugar de judíos pusiésemos a alemanes del Este.

Los revisionistas conservadores siguen al pie de la letra la equiparación heideggeriana; sin embargo, el rescate de una memoria histórica, que remueva esperanzas en la historia del dolor humano, tiene que comenzar con la respuesta que da Marcuse a tal comparación:

"¿No está ud con esta frase duera de la dimensión en que es posible todavía un diálogo entre los hombres, es decir, fuera del logos? Pues, sólo totalmente fuera de esa dimensión lógica cabe explicar, comprar y comprender un crimen, que el otro hubiera podido también llevar a cabo. El mundo aparece hoy de tal modo que la diferencia entre inhumanidad y humanidad reside en la diferencia entre los campos de concentración nazi y las deportaciones, por un lado, y los campos de internamiento de los aliados de la postguerra, por otro.


El rescate delpasado no puede prescindir de esa diferencia entre humanidad e inhumanidad; el juicio moral es necesario porque no sólo no impide un análisis objetivo de la historia, sino que exige un pluralismo de lecturas de la misma, que únicamente desde la ambivalencia de las tradiciones formadoras de identidad, según mantiene Habermas, podemos apropiarnos de nuestro pasado. La idea de una genuina patria alemana quizá sea un nacionalismo patriotero muy en conexión con aquella corriente del pensamiento alemán que va desde el romanticismo más reaccionario hasta Heidegger, que siempre ha hecho hincapié en los aspectos antioccidentales, autoritarios e irracionales del pasado alemán.

Habermas es explícito: El único patriotismo que no nos enajena de occidente es el de la constitución. Una vinculación anclada en convicciones y en los principios universales de esa ley fundamental, que desgraciadamente sólo se ha podido formar en la cultura nacional alemana después y mediante Auschwitz.

Quien se olvide, pues, las exigencias morales derivadas de la existencia de Auschwitz se está despidiendo de un principio surgido con el fin de la IIGM, a saber, únicamente la apropiación crítica de su pasado más bochornoso, a la par que se elude cualquier tipo de recuerdo crítico con las víctirmas del nazismo. Después de la IIGM todos coincidían en que sólo a partir de la apropiación crítica de la historia se podría crear una consciencia nacional. Pero ese consenso ha sido roto por la derecha.


De todas las cuestiones señaladas, el problema que más llama la atención quizá sea el de la culpa que encuentran los alemanes para un desarrollo de su conciencia nacional. ¿Ha vivido realmente la población alemana traumatizada por su pasado nazi? La respuesta es NO.

Después del crimen, a nadie le perjudica reconocer esa culpa, pues los culpables están muerto, y la culpa es un peso que los que siguen viviendo cargan gustosamente sobre sus espaldas, no porque les abrume sino porque les enaltece. Este tipo de culpa sin consecuencias penales es la demanda de gran parte de los movimientos neoconservaadores europeos y americanos.


Cinismo histórico o procedimental


Los que pretenden leer el pasado con métodos críticos, intentan recuperar la memoria colectiva de un modo crítico y distanciado. Más allá del problema psicológico de la culpa, se intenta una reflexión crítica del pasado que posibilite una consciencia histórica no manipulada. La reconstrucción de una razón histórica tiene que empezar por cuestionar la argumentación que sólo entiende un fenómeno histórico en la medida que nos identifiquemos comprensivamente con sus protagonistas. Con esta estrafalaria metodología, los malos de las películas de antaño son los buenos de hogaño: los nazis tenían buenas intenciones, y sus intstituciones eran algo así como una OTAN primigenia, pues, al fin y al cabo, defendían a occidente de un potencial peligro rojo del Este, pero se equivocaron de bando.

El gran problema de esa época, que entonces no comprendió Heidegger, consistió por seguir diciéndolo en términos marcusianos, en que una total perversión de todos los conceptos y sentimientos fueron aceptados gustosamente por muchos.

Frente a la fascinación que esa perversión continúa ejerciendo, no parece mejor método para superarlo que el universalismo democrático y el mecanismo ilustrado de la crítica. A partir de ahí, podrá entenderse que la historia no se repite. Ella puede ser partera y alumbradora de formas nuevas, pero nunca última instancia de legitimación. Este pequeño matiz constituye la diferencia última entre los neoconservadores y los ilustrados contemporáneos. A la historia, o le pasamos el cepillo a contrapelo, en expresión de Benjamín, en decir, la leemos con categorías críticas e ilustradas, o nos contentamos con registrarla como un juego plural (de historias) del que nos es imposible salir.


Si la historia, pues, en ningún caso puede ser una última instancia de legitimación de lo actualmente existente o porvenir, y si ese matiz constituye la diferencia esencial entre los neoconservadores y la izquierda contemporánea, entonces se ha de concluir que el análisis neoconservador termina arruinando la cuestión moral del aquí y ahora con su obtusa apelación a las tradiciones. Resulta lastimoso, por ejemplo, observar a un sociólogo como Bell ofertar un nuevo fundamentalismo tradicionalista y religioso frente a la crisis de valores de la cultura capitalista, a la par que acepta la moderniación en el sistema económico. El presente como cuestión moral es obviado: la tradición o el futuro ofertado por la religión serían sus remedios. La historia, sin embargo, no se puede reducir a la tradición y forma de vida en que uno está inserto, pues esto sólo resultaría plausible en un marco de optimismo antropológico bastante discutible tras el s.XX.

No se trata de plantear las condiciones de posibilidad para el desarrollo del individuo, sino de replantearse, ante el fracaso de la antropología moderna, la opción entre una concepción optimista y otra pesimista de la condición humana. Ni el pesimismo tiene que acabar claudicando ante la maldad existente, ni el optimismo ha de identificarse en todo momento con una fuerza progresista capaz de transformar la singularidad de todos los males en bondades.

Especialmente difícil resulta que las distintas concepciones de la historia pudieran ser unificadas en un punto de vista homogéneo. La razón fundamental reside, dicho brevemente, en que la historia es irrepetible, porque en todo acontecimiento humano existen un inevitable factor de novedad imposible de predecir. En el resultado de un período hay siempre un componente que no se comprende hasta después; es lo nuevo, lo inesperado, lo antes inconcebible. Así, lo inesperado, lo antes inconcebible, en fin, lo nuevo, aparece como algo susceptible de ser perfeccionado racionalmente. Esta susceptibilidad de mejoras racionales constituye no sólo la base de transformación del pesimismo teórico en optimismo práctico, sino que es el eje de una filosofía de la historia planteada más allá de la alternativa libertad u opresión en el futuro. Y esto es así porque, fundamentalmente, la crítica a una filosofía positiva de la historia ha desembocado, en su afán negador de cualquier forma de progreso, en otra filosofía de la historia, pero ahora negativa porque han hecho de la noción de desarrollo perverso de la humanidad su leit-motiv.

Con todo, el problema no es únicamente de filosofía de la historia, es decir, de la existencia en el futuro de formas de libertad y/o represión, sino que, por mor de un nihilismo abstracto y absoluto, se niegue la posibilidad de que algo sea susceptible de perfeccionamiento. A ese planteamiento reaccionario de las cosas son como son e imposibles de mejorar, de la peor vertiente nihilista, ha de plantársele cara movilizando una dosis suficiente de cinismo como para aplicarle a ese mismo nihilismo sus mismas categorías.

El lugar de desarrollo de este genuino nihilismo (o sea, cinismo pesimista y procedimental) no puede ser otro que la Ilustración insatisfecha de tanta y tanta fracasada propuesta progresista. La estrategia del cinismo negará la propuesta de reconciliación con una filosofía afirmativa de la historia, pero mantendrá nominalmente una filoosofía negativa de la historia merced a una concepción pesimista de la condición humana. Sin embargo, no le quedará otra opción, si no quiere terminar negando su propia existencia en un proceso de autocomplaciencia masoquista, que pensar y admitir ciertas posibilidades de racionalización.

El pesimismo contemporáneo sabe que la razón ha de ser traída al mundo y justificada más allá de la tradición en que se desarrolla. Pues una práctica sólo podría justificarse desde su propio contexto si únicamente pudiéramos confiar en que las prácticas, con tal de transmitirse de generación en generación y cobrar consistencia en esa transmisión, les basta acreditarse el venir sustentadas por la solidez de una tradición. Pero esta posición responde a un optimismo antropológico que, después de Auschwitz, ha quedado quebrado.

La reflexión contemporánea no debe cesar de preguntarse sobre la viabilidad de ciertas opciones para la humanidad. Se trata tanto de preguntar por las razones que pudieran hacernos albergar cierto optimismo sobre nuestra realidad presente, como de buscar las mediaciones que hagan posible convertir el pesimismo teórico en un optimismo práctico.


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Jürgen y Heidegger


Dos formas de pensamiento que se consideran incapaces para dar una respuesta satisfactoria a los interrogantes más urgentes que hoy tiene planteados la humanidad. Sobre todo son bastante ineptas tanto para analizar el aquí y el ahora como para darnos razones en favor o en contra de lo que se puede hacer y, en algunos caso, esperar.


A propósito de la guerra del Golfo uno podría preguntarse: ¿no es acaso esta guerra uno de los últimos éxitos de un ideal de vida que hace de la guerra y de la estética de la violencia su mejor definición?

Si la respuesta fuera afirmativa, ello significaría que no tenemos criterios morales para criticar la acción política, de tal modo que podría justificarse sin mayores problemas que la verdadera dimensión de la política se encuentra en la "posibilidad real de aniquilación física del enemigo" (Carl Schmitt)


Se trata de afirmar en todos los casos una peculiaridad, una forma de ser, no desde la afirmación de uno mismo, sino a través de la negación del enemigo o contra los traidores que surjan en las propias filas. Si sólo contra la alteridad logramos nuestra propia identidad, ésta no dejará de ser bastante mezquina e incluso en ocasiones de carácter criminal.


Así pues, si el adversario político se convierte por mor de semejante concepción en enemigo de guerra, entonces desaparece todo tipo de mediación racional para la solución de conflictos entre los gobiernos, y cualquier propuesta que no contemple la violencia en primer lugar permanecerá arrinconada o sospechosa de traición. Esta concepción ha sido para muchos europeos no una constatación de la maldad reinante, sino un ideal de vida y de civilización. Todavía hoy hay más de una generación en Europa que lee con gusto a los autores que, en el período de entreguerras, hicieron del irracionalismo, del espanto y, en general, de la estética de la agresión sus banderas. Se trata del decisionismo irracional de Schmitt, Jürgen y Heidegger.


Desde la óptica de estos irracionalistas, incapaces de introducir algún tipo de racionalidad en la historia más allá de la violencia, la guerra jamás puede ser concebida como un fracaso de ideales civilizatorios o del orden civil; más bien el triunfo apoteósico de todos aquellos que defienden la imposibilidad de introducir criterios éticos, es decir racionales, para juzgar la acción política.


Jürgen


Fue un nazi avant la lettre que sólo se opuso a éstos, tal y como correspondía a su estetización de la política, por sus métodos y no por sus principios. Jünger es, sociológicamente hablando, el último representante vivo del espíritu de los mandarines alemanes que, oponiéndose a los espacios emancipatorios abiertos por la modernidad y al humanismo que los sustentava, ha sido capaz de adaptarse a los distintos cambios históricos.

Su método se caracterizó por la ambigüedad. Su saber no es contrastable, ni accesible a los hombres; es privilegio de unos elegidos. En su teoría de la forma al tratar con los fenómenos mundanos y transitorios en el tiempo y en el espacio se enfrenta con la historia. Ésta queda reducida a formas de escaso valor desde el momento que le genuina forma es, y ningún desarrollo lo acrecienta o disminuye. De ahí que la historia del desarrollo no es la historia de las formas, sino, a lo sumo, su comentario dinámico. El desarrollo conocer principio y fin a los que no está sometida la forma. La historia no nace brotar las formas, es ella la que cambia con la forma. De esto modo, Jünger deshistoriza lo histórico o lo suprime directamente. Se trata una vez más de estabilizar un modelo de relación humana, injustificable ante la historia y glorificadora de una tradición mítica: El vencedor es quien escribe lahistoria, es decir, quien crea su propio mito. Con esta frase, no solo se excluye cualquier mínimo de racionalidad, de sentido o teleología, sino que niega cualquier salida al presenta que no sea la guerra.


Existe además en Jünger lo que ha sido llamado el intimismo irracionalista como pieza angular de su "propuesta" ética que sólo tiene una justificación: preservar la libertad interior del sujeto, que en su intento por constituirse en sí mismo con pretensión de autotransparencia absoluta de la subjetividad al margen de cualquier tratamiento del hombre como ser genérico, niega la posibilidad de analizar las figuras que adopta el individuo en las realidades sociales concretas, cayendo en un concepto tan puro como abstracto de individuo y sociedad. Desde esta perspectiva se tiende a negar la interrelación de los intereses privados y la acción pública como ámbito de emancipación. Y así, la posibilidad de la política como asunto que se ha de decidir entre todos los miembros de una sociedad.


En la actualidad parece imposible poder definir cualquier rasgo de la sociedad civil -no importa que a ese rasgo se le llame clase, mercado, pluralismo, individualismo o privacidad- sin referirse de una u otra manera al conjunto de normas jurídico-políticas emanadas del Estado social modernos, que inciden de modo decisivo en la regulación de los procesos de producción y distribución. Desde este punto de vista, el Estado social y democrático, como Estado instrumental, pone en evidencia que la crítica marxista a la ineficacia del Estado ha resultado errónea, pues, tal y como se ha demostrado, el éxito del constante y revisable compromiso que el Estado social lleva a cabo con esa esfera apolítica de la sociedad, continúa siendo un factor decisivo del desarrollo democrático. Se trata, pues, de un compromiso -y por tanto en permanente conflicto en potencia- entre las fuerzas políticas que, por un lado, aceptan y acentúan las garantías del ámbito privado e individual, y por otro, admiten que sólo la transformación planificada democráticamente del orden social existente por el Estado puede conducirnos a la idea de una sociedad y un Estado más democráticos. Este compromiso, o equilibrio, entre lo político y lo apolítico, ha sido durante mucho tiempo la mejor definición del Estado de bienestar democrátivo, pero, desgraciadamente, cada vez más puesto en cuestión por el intimismo irracionalista y privatista del pensamiento conservador. A pesar de todo, no parece que esta ideología haya logrado derribar la conquista más preciada del Estado democrático: la socialización del Estado y la politización de la sociedad, frente a la conservadora y tradicional distinción entre una esfera pública controlada por el Estado y una privada completamente apolítica donde, en términos marxistas, la propiedad, el contrato, el matrimonio, etc., aparecen como formas especiales de existentcia al lado del Estado político; como contenido frente al cual el Estado político actúa como forma organizadora.


Así, es incompatible un pensamiento esencialista como el de Jünger y una reflexión democrática. El primero se conforma con decir esto es así, la segunda no sólo explicará lo que se hace, sino por qué se hace. El primero, de acuerdo con el decisionismo del que procede, es inepto para entender algo más allá de la acción por la acción; la segunda buscará denudadamente el significado de una acción en un discruso con sentido de globalidad. El primero es apto para élites, la segunda admite todo hombre. El primero excluye ciertos discursos, la segunda todo tipo de palabra. El primero, en fin, puede conducir al secretismo y a la inhumanidad; la segunda intenta una defensa del individuo en consonancia con el mejor humanismo democrático.


Heidegger


Existe primeramente un doble problema al abordar a Heidegger: por un lado, se han de analizar las relaciones entre pensamiento y concepción del mundo, entendida esta expresión en su sentido más ideológico, es decir, entre teoría y compromiso político; pero, por otro lado, y esto es lo decisivo, supuesto en toda reflexión ese estrecho vínculo, se deben evaluar los rendimientos que la filosofía heideggeriana, aceptando sus perversidades, ha tenido a la hora de construir una cultura política de carácter democrático.

Veremos la imposibilidad desde el punto de vista ético de la reflexión de Heidegger para desarrollar un pensamiento democrático e ilustrado.


¿Hasta qué punto la sustancia misma de la obra de un autor puede ser influida por una concepción del mundo, o por los contenidos ideológicos de una época histórica determinada? La relación interna entre teoría y concepción del mundo constituye una tarea ineludible para encarar una nueva cultura política. Aquí nadie es inocente: "El artista, como todo intelectual, hace tiempo que perdió su inocencia. Todos somos sospechosos" (Benjamin). También Heidegger lo es y es un buen paradigma a estudiar.


¿Qué significado tiene la crítica radical y, a veces, totalitaria de la modernidad para las democracias occidentales?


A Heidegger se le ha de reprochar que la historicidad no sólo olvida la historia real y viviente, sino que se derrumba en el instante en que se realiza su filosofía política. Marcuse da en el corazón del asunto: la ontología existencial abstracta vuelve las espaldas a la vida social, e indirectamente puede aceptar un estado de cosas que se justifica a sí mismo, es decir, por su simple existencia.

Por otra parte el oscurantismo heideggeriano además de obvio es buscado por el autor. Esto revela un aristocratismo filosófico, forma superma del aristocratismo universitario que es difícil de compaginar con grosero sociologismo cuando se refiere a sus adversarios como Sartre, por ejemplo. Pero, sobre todo, este aristocratismo choca, primero, cuando se estudia la procedencia del lenguaje utilizado por Heidegger y, en segundo lugar, con el ansia de concreción que lleva aparejada la palabra existencia. Paradógicamente esta ansiada concreción nunca lograda se transformaba en obsesión por su concepto que sustituye a la cosa y fomenta más la oscuridad.


Puede suponerse que lo que hace a Heidegger un genuino pensador es su alejamiento de la praxis social y, por ende, de cualquier recetario para políticos, pero eso no puede confundirse con la negación de cualquier pretensión curativa de la herida abierta por Kant entre ser y deber ser. Efecitamente, no es necesario pecar de naturalista para defender la intención del pensamiento por cicatrizar heridas, aunque otra cosa sean los resultados. Negarle al pensamiento esa pretensión-intención sería como negarle una de sus razones de ser. Sin embargo, el elitismo heideggeriano, después de no justificar la posible o imposible terrenalidad de su propia reflexión, reniega, incluso, de la fuerza contrafáctica que puediera alberar en su seno. Toda esa extraña mística elitista tiene un nombre: solipsismo. La cuestión ya no es negar una ética como transposición o realización de una teoría, ni de exigir un pensar meditante al margen de los fines de la praxis, sino de un solipsismo trágico, incapaz de justificar su propuesta de modo inteligible, y con una precisa función ideológica: Antes elegir malignamente lo peor, que la apariencia de lo mejor.

Las filosofías de moda echan leña al fuego, mientras ellas se hacen las trágicas. Su dárselas de parias metafísicos y abocados a la nada no es más que ideología encargada de justificar precisamente el orden que trae la desesperación y amenaza a los hombres con su aniquilación física.


La ontología de Heidegger parece tanto más minuciosa cuanto menos se deja vincular a contenidos concretos que permitan intervenir a la impertinente razón discursiva. Lo inaprensible se convierte en invulnerable.

No cabe en este tipo de filosofía una razón discursiva que, por supuesto, no tiene por qué ser reducida, como algunos quieren cínicamente, a pragmatismo. Pero existe algo más horrible que un grosero pragmatismo: el irracionalismo heideggeriano, que tiene su punto cumbre en sus catastrofistas visiones de la historia del ser. Su concepción básica e invariable del concepto del Ser le impide avanzar desde la historicidad a la historia real. El solipsismo metodológico le impide tomar en serio las pretensiones de validez normtativa y el sentido de las obligaciones morales. Al tomar como más primordial y originario el pensamiento metafísico frente al simple universalismo de la Ilustración, se abre por completo al pensamiento antidemocrático.


Al margen de que la ontología heideggeriana sea en buena medida dependiente de sus posiciones políticas más o menos gratuitas -e incluso que la obra entera de Heidegger sea una curiosa mezcla de mística y sentido de la oportunidad-, nada nos exime de leer la obra de Heidegger desde su cuestión fundamental, a saber, ¿qué es el Ser? Esta pregunta marca una continuidad, pues, aunque en una primera etapa el Ser queda constreñido a sus existenciarios -la temporalidad es el desocultamiento (sentido) del Ser- y, en una segunda etapa, el Ser es quien funda y constituye al hombre, siempre es el Ser el asunto central.

Para Heidegger, la historia de la metafísica, desde Platón a Nietzsche, es historia del olvido del ser, porque se ha confundido el Ser con el ente, siendo incapaz de observar la diferencia ontológica. El estar siendo, diferente del ente, es el Ser por el que Heidegger se preocupa. Más allá de cualquier por qué creacionista, se trata de preguntarse por la acción actualmente ejercida, fundamento de cualquier 'porque': La rosa es sin por qué, florece porque florece.


Para Heidegger ni la onto-logía creada por el pensar lógicotécnico ni la teo-logía creada por el pensar representativo pueden comprender que es lo mismo pensar y Ser. Para llevar a cabo su tarea y comprender esta verdad originaria parmenídea, el aleman tiene que distinguir entre lo mismo y lo igual, para hacerse cargo de la diferencia de esa mismidad. Pero la fórmula parmenídea persiste: ¿Qué tipo de pensamiento es válido para alcanzar el Ser? ¿Cuál es la naturaleza del vínculo entre pensar y Ser? Ambas cuestiones se han ido decantando a lo largo de su investigación con distintos matices pero dan con conclusiones definitivas.

El nuevo camino para pensar el Ser se definirá como pensamiento esencial que tiene como función clave responder a la llamada del Ser, dejándole Ser, es decir, permitiendo al Ser al desocultamiento pleno en la forma de manifestación más propia del hombre: el lenguaje en el que el hombre dice es. El lenguaje ya no es instrumento, sino elemento activo capaz de llevar en su esencia al Ser y a la esencia del hombre. El lenguaje es la casa del Ser.


En resumen: en el juego del Ser que invita a jugar al único jugador: el hombre, que afirma la identidad de hombre y Ser de modo tan solipsista como irracional, se acaban por suprimir ambos términos, erigiéndose en juez y parte. El Ser final de Heidegger tiene un cáracter inefable, si no infalible y original. Con ello el pensador del Ser quería desmarcarse del pensador del Absoluto; sin embargo, no parece haberlo conseguido, pues desde el momento que el Espíritu hegeliano y el Ser heideggeriano son concebidos como totalidades, ambos horizontes están sujetos a más puntos de coincidencias que de discrepancias.

Con todo, el mayor fracaso de Heidegger es la imposibilidad lingüística de superar la metafísica. Después de decir que ninguna de las lenguas naturales es apta para el Ser, postula que la menos mala es el alemán. Pero es que además, parece afirmar, así, que la identidad solo viene definidad por la pertenencia a una comunidad lingüística, que a su vez, sería incapaz de comunicarse con otra distinta.


El pensamiento de Heidegger carece, pues, de una auténtica filosofía práctica, pero no de una dimensión político-moral. El destino, necesario y fatal, tendrá un lugar privilegiado en esa catastrófica historia del ser. Y el hombre está sujeto a ese destino que le acabará arruinando. Así el destino en Heidegger es la necesariedad en Hegel. Frente a un destino que le trasciende y una historia que le sobrepasa, al individuo solo el cabe dejarse arrastrar. El individuo así ha dejado de existir.


Política y cultura disidente


Si recordamos las condiciones que habúan de concurrir para que llamáramos ilustrado a un proceso de conocimiento, tendremos que insistir, primero, en la capacidad de autorreflexión de ese proceso cognitivo; segundo, que tal reflexión haya sido madurara en una práxis de comunicación pública y, tercero, que siempre esté abierta la posibilidad de ilustrar la propia Ilustración. Si ahora miramos nuestro entorno político-intelectual para averiguar si se cumplen esas condiciones, podemos concluir en que la Ilustración no está acabada sino haciéndose aún.

Ante una concepción de la política donde priman las opacidades de poderes extraños al individuo, hay que insistir en los ideales regulativos de una posible comunidad que regule el poder de una manera tan pública y comunicativa como transparente. Es necesario reflexionar sobre la viabilidad del programa ilustrado para una nueva cultura política, que haga frente de una vez por todas a aquella caracterización de la política que reducía a ésta a su componente conflictivo, a la par que ignoraba su capacidad mediadora en la resolución de conflictos entre los hombres (Schmitt).


Habría de proponerse una concepción de la cultura que hiciese de la democracia su motivación fundamental, a la par que defendiera la necesaria universalidad de valores y la pluralidad de argumentos como condiciones básicas de una sociedad democrática:

La cultura si no es disidente no es cultura. Disidencia no es ruptura radical respecto de un proyecto o idea, sino crítica que sólo desde lo criticado puede sugerir alternativas. La disidencia es cualquier cosa menos pura resistencia; su pretensión moral nunca se agotaré en la denuncia de injusticias o circunstancias extremas, sino que pretende ser trasfondo simbólico y normtativo de un nuevo modo de ser. El modelo más aproximado a esa noción de cultura de la disidencia se encuentra en la Ilustración que, concebida como un proceso de autoconstitución humana inmante, al margen de cualquier atadura, implica un modo de proceder y un talante crítico del que nada ni nadie puede sustraerse. La propia Ilustración está inclusida en ese proceso crítico y autocrítico. Además la crítica sólo adquiere su sentido en su uso público. La libertad de disentir en público o, en términos políticos, el ejercicio público de la libertad es lo que convierte al hombre en tal, a la vez que lo posibilita para validar su razón en un intercambio público de argumentos.


La Ilustración, sin embargo, ha sido sistemáticamente puesta en cuestión cuando se la reduce a cualquiera de los elementos que la constituyen y definen.

El reaccionario no puede ir más allá de la tradición en la que inserta su vida y reflexión. La mentalidad reaccionaria conservará su tradición al margen del medio en que ella se exprese.

El conservador intentará aplicar las categorías de la disidencia y de la crítica a la propia cultura disidente e ilustrada y, aparte de cuestionar (aquí coincide con el reaccionario) que algo pueda surgir críticamente al margen de una tradición sin caer en abstracción, cuestionará radicalmente la capacidad de autocrítica de la Ilustración. Ese último cuestionamiento de la cultura de la disidencia por parte conservadora se hace con diferentes argumentos de entre los cuales destaca el que legitima un eurocentrismo de base nacionalista: El conservador admite, en el proceso de crítica a la Ilustración, que sin capacidad de disidencia sería imposible ningún desarrollo humano; de ahí que ellos mismos puedan criticar la Ilustración. Sin embargo, la aceptación de esta capacidad de criticar y cuestionar toda tradición y costumbre es al precio de no cuestionar la tradición que nos permite disentir, o sea, la tradición europea que nos ha posibilitado el derecho a cuestionar es incuestionable.


En cualquier caso, la Ilustración como cultura de la disidencia ha sido manipulada por los conservadores desde el momento que olvidan la capacidad autocrítica de la misma.

Con todo, y dejando de lado los peores nacionalismos, el peor ataque contra la disidencia está viniendo por porte de la Iglesia.


La tarea principal del conservador consistió en crear consignas para una administración plagada de problemas de legitimidad. Los intelectuales críticos, por el contrario, intentaban que sus análisis tuviesen algún reflejo en los diferentes movimientos de protesta contra las deficiencias del sistema del capitalismo tardío. Sin embargo, a principios de los 90s, nadie pone en duda la mayor y mejor instrumentalización que la derecha ha llevado a cabo de uno de los conceptos que mejor definió a la izquierda: la cultura.


Paradógicamente y en esto consiste el mayor riesgo de la derecha, cuanto más se fomenta la industria cultural a través de la ayuda estatal y empresarial, tanto más crece el tono implacable y despiadado de la crítica cultural hacia esas instituciones. La ayuda, por ejemplo, para exposiciones pictóricas genera una demanda de más y mejores museos. La concesión de emisoras de radio impulsa la aparición y demanda de nuevas. Se aprovecha, pues, cualquier acontecimiento cultural para exigir espacios públicos más perdurables para el desarrollo libre y autónomo de los individuos. Las demandas y realizaciones de los ámbitos culturales tienden, a pesar de los intentos manipuladores del conservadurismo cultural, a extenderse a los espacios políticos de la sociedad. La imposibilidad de domesticar y controlar la propia lógica del mundo de la cultura constituye el mayor peligro para la conservadora tesis de una deficiente política social, principal hallazgo de los partidos de derecha para mantener un orden social y económico injusto.


¿Será capaz el pensamiento progresista de responder con una política cultural imaginativa a la altura?


Una cuestión difícil si no se va más allá de aquel planteamiento que identifica cultura administrada con industria cultural y, por tanto, inepto para analizar los potenciales emancipatorios que pudiera albergar en su seno esta última. Frente a una concepción apocalíptica de la cultura, los agentes decisivos de producción cultural de las sociedades occidentales raramente distinguen ya entre élites y masas, entre cultura tradicional e ilustrada, entre cultura política e individual. La cultura es solo una y para todos. La cultura es un producto industrial sometido como los demás a los caprichos del mercado.


La industria cultural pretende hacer verdad la noción de cultura de la RAE: "Resultado o efecto de cultivar los conocimientos humanos y de afinarse por medio del ejercicio de las facultades intelectuales del hombre. O sea, un mayor número de conocimeintos y capacidad crítica para utilizarlos. Sin lugar a dudas, la industria cultural, a pesar de lo que digan sus críticos más refinados, posibilita que grandes masas accedan a conocimientos que no podrían.

No obstante, la industria cultural modera tiene un carácter ambivalente derivado del uso de los medios a su alcance, pero también de la imposibilidad de predecir los efectos de determinados mensajes ideológicos. En el primer caso, todavía nos movemos en una noción de cultura sometida a las leyes de la política: los medios de comunicación de masas como principales elementos de la industria cultural pueden ser utilizados de modo liberardor por la humanidad o por el contrario hacerse un uso represivo.


Hay 3 aspectos muy estudiados en las últimas décadas.


1. Pueden existir perversos mensajes ideológicos que no cubran sus objetivos pretendidos, porque determinados significados, bajo las condiciones de recepción que impone un determinado trasfondo subcultural, se transforman con frecuencia en su contrario.

2. La evolución técnica de los propios medios de comunicación no tiene por qué discurrir por el camino de una centralización de redes y programas, sino de descentralización y controles sociales organizados democráticamente.

3. Hay que relativizar el poder intimidatorio y manipulador de la comunicación masiva.


Por otro lado, y para no pecar de optimismo, hay que notar que cuanta más información se ofrece, tanta mayor incomunicación puede crearse. Nuestro saber es cada vez más dependiente del dato recibido que de la elaboración propia a través del contraste con los otros. La sociedad de la comunicación, paradójicamente nos conduce irreversiblemente a la incomunicación.


La utilización, si no invención, constante de espacios y foros genuinamente públicos y libres para intercambiar críticas e ideas es el antídoto de la autoflagelación, es decir, la intervención y contraste en el ámbito público.


Dos condiciones son claves de la cultura democrática: la universalidad de valores y la pluralidad de argumentos.


La democracia es un sistema político inacabado, eternamente insatisfecho y, por tanto, siempre pendiente de realización plena. La grandeza de semejante asunto reside en su carencia de sustancialidad; es algo artificial, imposible de reducir a un logro final y asentado de modo natural en el universo social. La democracia, sin emabargo, en la medida que es un procedimiento para resolver problemas, ha de ser considerada por sus resultados. Una democracia que ofrece instrumentos de resolución de problemas, pero que es incapaz de hacerlos valer es ineficaz. En su grandeza reside su límite y su aparente contradictoriedad; es un proceso moral que, si no logra resultados concretos, aunque estos solo sean pasajeros y revisables continuemente, puede conducir no solo a la ineficacia, sino sobre todo a la inmoralidad del grupo social privilegiado en el sistema democrático para llevar a cabo la gestión de alcanzar un óptimo en la asignación de los recursos de la sociedad.

Efectivamente, si el procedimiento democrático es correcto, es decir, está justificado moralmente, pero no funciona a plena satisfacción de sus usuarios, habrá que preguntarse dónde y por qué no funciona. Y estas preguntas no pueden excluir por principio a nada ni a nadie incluido sus políticos.

Las instituciones democráticas solo podrán legitimarse a través del uso eficaz de esos recursos morales. Quien niegue esas energías en la sociedad, estará olvidando que la democracia exige, no solo procedimientos sino resultados. La autoridad política de las instituciones democráticas carece de legitimación si no es capaz de mediar en los microprocesos de la formación de la voluntad de la sociedad civil.

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